
Escuchar cómo pasa el tiempo es quizás de lo más desesperante que un hombre puede soportar, es lentitud, es el tic-tac del viejo reloj de pared, es rítmico, es incluso pegadizo, es colérico, es implacable, es perfección y es necesario.
El calor que corre por las venas cuando sabes que se te escapa el tiempo , que sus segundos te golpean, es doloroso.
Pero es necesario.
Pensar en ese viejo refrán que reza que el tiempo pone a cada uno en su sitio, es probablemente hijo del rencor.
Las noches se alargaban, los días se reinventaban a cada segundo, el odio le pisaba los talones, y quizás era por eso que deseaba que el tiempo la pusiese en su sitio, que pagase por el dolor causado, por las horas que le habían desvelado, por los golpes contra el cerco de la puerta, por los gritos al cojín; pero no podía evitar que su mente viviera absorta en algún lugar remoto, donde inevitablemente, reinaba ella.
La diosa de los ateos, la que fue reina de su sonrisa, pero poco a poco pasó a ser polvo, a ser ceniza, a perderse en el olvido tan lentamente, que creyó volverse loco.
Deseó que ese mismo tiempo que le maltrataba le ayudase en su venganza, que la hiciese llorar y lamentarse, que la hiciese odiarse. Pero sólo provocaba que su tiempo se detuviese, que las horas fueran más salvajes y que la única manera que tendria de escapar de ese tiempo indomesticado seria durmiendo. Y ni aun así.
Y de repente, extraviado en su locura, lo comprendió. No supo nunca si la culpa la tuvo el pato de porcelana, la montaña o aquel cajón cerrado para siempre. Pero lo comprendió.
Dejó de desear que el tiempo la juzgase y prefirió ser juzgado por ese mismo tiempo. Y así fue.
Sus minutos le miraron a los ojos, le habían puesto en su sitio. Alejado de los quebraderos de cabeza, de la desconfianza y de la niñez, de la persuasión y de la locura. Le había devuelto la vida, aunque esta vida no tuviese princesa, era la vida que le dejaba dormir, en la que el tiempo seguía su ritmo y él le acompañaba, simbióticamente, a la espera de poder volver a soñar. No era el destino idílico que deseaba tener, pero era su destino. Con la ilusión de un crío paseaba por sus instantes, disfrutándolos, agradeciéndole al tiempo aquel enorme favor, algún dia se lo devolvería.
Y tiempo al tiempo